Esta mañana estaba pensando en una idea que ya me vino a la
mente hace un tiempo: nuestra reacción ante los “errores” de los demás y cómo
eso podría interpretarse en relación a nuestros propios “errores”. Nótese que
escribo error entre comillas o en cursiva por lo irónico del concepto: algo que
ocurre de manera distinta a como creemos que debería de estar ocurriendo o a
nuestras expectativas. En tal caso, podríamos estar hablando de que vivimos en
un mundo en el que todo es un error, a veces dulce y a veces amargo, pero bueno
ese es otro tema.
Entonces, volviendo a la idea primaria de error, me doy cuenta de que nuestra
respuesta ante los errores de los demás suele ser agresiva, con un perverso
deseo de castigo y de sufrimiento del otro y aquí no nos libramos ninguno.
Podemos ser conscientes o inconscientes de este comportamiento pero creo que
todos lo tenemos. Tan solo hay que mirar las noticias o cualquier programa de
actualidad y luego –y más complejo aún- mirarnos a nosotros mismos y a nuestra
reacción ante tales noticias.
Aquí me viene la famosa frase de Jesús: “El que esté libre
de pecado, que tire la primera piedra”.
La primera vez que fui consciente de primera mano de cómo la
masa criticaba y juzgaba el comportamiento de alguien sin piedad –y yo el
primero- fue en un evento de crecimiento personal que se celebró en Madrid en
mayo de este año: BEING ONE. Por una serie de gestiones poco afortunadas y
de un cálculo de presupuesto más o menos desacertado, el evento tuvo que sufrir
cambios de última hora que lo llevaron al límite de su desaparición. Sin
embargo, en este caso, lo que salvó al evento fue entre otras cosas el cambio
de la visión del error de la gente. En un principio, cuando nos dijeron que por
falta de presupuesto el evento se cancelaba, la mayoría de los asistentes
señalaban a Antonio –el organizador- como el máximo culpable, juzgándole su
error con insultos y ofreciendo su versión de “cómo deberían de haberse hecho
las cosas”. Lo que en ese momento no se pensó es que las cosas se hicieron en
todo momento lo mejor que se pudo (ya que de lo contrario se habrían hecho de
otra manera) y que en el fondo, nos guste o no, somos inocentes, que aprendemos
de nuestros “errores” en todo momento para crecer y que en este caso, no había
sido distinto. Tuvimos que darnos cuenta de la belleza de lo que estaba
ocurriendo y de que eso también se había originado en un principio gracias a la
decisión de realizar dicho evento por parte de Antonio para empezar a perdonar.
Fue como con la parábola del Hijo
pródigo.
El evento dio un giro en cuanto que empezamos a mirar dentro
de nosotros y a reconocer esta verdad de
que más que juzgar y señalar con el dedo hay que perdonar y encontrar alternativas.
En ese momento, se empezaron a encontrar soluciones y el evento siguió
adelante.
Esta lección de vida me hizo recapacitar ante cómo nos
relacionamos con nuestros “errores” y cómo nuestro sistema educativo nos educa
para que se castigue el error y se premie el acierto. ¿Os imagináis castigar a
un niño porque no es capaz de dar un paso perfecto en sus primeros intentos de
aprender a caminar? ¿O la presión de otro niño al que siempre han premiado por
aprobar en la escuela por su miedo a defraudar
a sus padres?
Creo que va siendo hora de que soltemos el látigo y de que
empecemos a darnos cuenta de que hasta que no empecemos a perdonar al otro por
todos sus errores por muy terribles
que sean, no seremos capaces de amarnos plenamente y de amar nuestros errores
que han sido los que nos han traído hasta donde hoy mismo estamos.
¿Es que acaso somos tan buenos, es que acaso somos tan
perfectos que nos permitimos juzgar a diestro y siniestro? ¿Acaso no vemos el
dolor que hay detrás de tanto juicio?
Mucho amor,
EGP
Artículo escrito el 24 de septiembre de 2017