Al principio sólo existía el Verbo. Todo era oscuridad. El Verbo creó la luz y vio que esto era bueno. Después el verbo creó la tierra y los mares. Pero la tierra y el agua vivían separadas. La tierra vivía muerta y el agua descansaba completamente quieta. Entonces el Verbo tomó forma y descendió desde los cielos. Suavemente posó sus pies en el suelo y se apoyó por vez primera en lo que había creado. La tierra reconoció a su creador, quería abrazarle, pero estaba muerta. El Verbo se acercó al borde de la tierra, el agua esperaba al otro lado, sin olas. El Verbo se inclinó hacia el agua, el Verbo levantó su dedo, el Verbo tocó el agua con su dígito; y el agua comenzó a moverse, le habían insuflado vida.
Tierra y mar, antes ocupantes equitativos comenzaron a amarse, el agua ocupaba con su lengua partes de la tierra que emergía en otros lugares desechando el agua. El mundo respiraba. Poco a poco la vida empezó a brotar, fruto del amor del agua y la tierra nacían las plantas, estiraban sus hojas primigenias hacia la luz y el Verbo. Y el Verbo vio que esto era bueno. Al siguiente día el Verbo creó la noche, puesto que la vida debía recordar que también existía la sombra. Después creó a los animales y entre ellos al hombre, a su imagen y semejanza. Y el hombre intentaba comprender el mundo, y el hombre trataba de crear, pues era imperfecto como cuando el Verbo tomó forma. Y el hombre soñó con ser como el Verbo, y el hombre adoró al Verbo en vez de querer ser como él. Y el séptimo día el Verbo vio que el hombre y el mundo eran buenos y bellos; y el Verbo desapareció.
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